El 23 de febrero de 1984, el parlamentario y senador socialista guipuzcoano Enrique Casas caía abatido a tiros en su propia casa, delante de su hijo menor de edad. Era plena campaña electoral autonómica, la segunda que vivía Euskadi. Enrique tenía 40 años y 4 hijos. Los asesinos pertenecían a los denominados “Comandos Autónomos Anticapitalistas”. Aunque la campaña fue suspendida, el elenco político vasco se movió entre la condena al brutal asesinato y el desmarque táctico. El compromiso de la política vasca de entonces contra aquel terrible hecho fue desigual. Eran los terribles años de plomo, en los que el terrorismo asesinaba en España a varias personas en una misma semana y la sociedad vasca vivía empapada de miedo y cobardía. Los atentados eran como un sirimiri totalitario que recordaba día sí y día también que, o se seguía la línea política que marcaba el nacionalismo radical de ETA y HB, o se estaba callado. Si se disentía, y más si se militaba en otra opción política, la vida era mucho más difícil y a menudo corría serio peligro.
Ni siquiera hubo normalidad en la celebración de su funeral, con las puertas de la catedral del Buen Pastor cerradas. El argumento de que los funerales deben celebrarse en la parroquia que corresponde al difunto, Enrique vivía con su familia en Bera Bera, se mostró como la mentira cobarde que fue al aceptar el párroco de Santa María celebrar el funeral en su iglesia.
Hoy, en el 35 aniversario del asesinato de Enrique, transcurridos 8 años del final del terrorismo de ETA y anunciada ya por fin su disolución definitiva cabe recordar algunas cosas.
Enrique Casas fue el primer socialista vasco asesinado por defender una Euskadi en la que cabían todos y una España plural y progresista. El primero de una lista que ha constituido el terrible precio que los socialistas vascos han pagado por su compromiso político. El atentado tuvo lugar en plena campaña con lo que simboliza ello de desprecio a la democracia. Sus asesinos hicieron alarde de una inhumanidad atroz disparándole frente a su hijo. El silencio social que acompañó al atentado fue una mezcla de respeto, miedo y cobardía.
Hoy, en los días del relato, algunos persisten en las ambigüedades de entonces. Utilizan la memoria de los combatientes por la libertad en la guerra civil, o la de los resistentes a la dictadura de Franco como analgésico para sus vergüenzas mucho más cercanas en el tiempo.
35 años después de aquel terrible día de febrero, es momento de subrayar los aprendizajes de nuestra dura historia reciente: los compromisos con la libertad, la diversidad política, la democracia, la humanidad y la valentía. Olvidar estas lecciones sería el verdadero desprecio a las víctimas y el verdadero triunfo de los asesinos y sus cómplices políticos.